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Eduardo Galeano |
El mío ha sido un largo camino hacia el desnudamiento de la palabra: desde
las primeras tentativas de escribir, cuando era jovencito en una prosa
abigarrada, llena de palabras que hoy me dan vergüenza, hasta llegar a un
lenguaje que yo quisiera que fuera cada vez más claro, sencillo, y por lo tanto
más complejo, porque la sencillez es la hija de una complejidad de creación que
no se nota ni tiene que notarse. Uno siente primero que el trabajo intelectual
consiste en hacer complejo lo simple, y después uno descubre que el trabajo
intelectual consiste en hacer simple lo complejo. Y un caso de simplificación
no es una tarea de embobamiento, no se trata de simplificar para rebajar de
nivel intelectual, ni para negar la complejidad de la vida y de la literatura como
expresión de la vida. Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea
capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno
de existencia.
Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos
Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros
pasos.
Siempre me decía: "Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo
que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle
prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las
palabras mejores que el silencio". Entonces cuando escribo me voy
preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir
realmente?
Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más
cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida.
Inflación palabraria El problema de la inflación monetaria en América
Latina es muy grave, pero la inflación palabraria es tan grave como la monetaria
o peor; hay un exceso de circulante atroz. Algunos países han tenido éxito en
la lucha contra la inflación monetaria pero la inflación palabraria sigue ahí,
tan campante. Lo que me gustaría, modestamente, es ayudar un poquito a esa
lucha contra la inflación palabraria. O sea, poder ir desnudando el lenguaje.
Es el resultado de un gran esfuerzo, y no concluido, porque nace cada vez: a mí
me cuesta escribir ahora tanto como cuando tenía 15 ó 16 años y lloraba ante la
hoja de papel en blanco porque no podía.
¿Función social?
La literatura tiene siempre una función, aunque no sepa que la tiene, y
aunque no quiera tenerla. A mí me hacen gracia los escritores que dicen que la
literatura no tiene ninguna función social. A partir del momento que alguien
escribe y publica está realizando una función social, porque se publica para
otros. Si no, es bastante simple: yo escribo en un sobre y lo mando a mi propia
casa, pongo "Cartas de amor a mí mismo" y me emociono al recibirlas.
Pero es un círculo masturbatorio (no quiero hablar mal de la masturbación,
tiene sus ventajas, pero el amor es mejor porque se conoce gente, como decía el
viejo chiste).
Es imposible imaginar una literatura que no cumpla una función social. A
veces la cumple, y es jodido, en un sentido adormecedor, a veces es una
literatura del fatalismo, de la resignación, que te invita a aceptar la
realidad en lugar de cambiarla, pero a veces es una literatura reveladora,
reveladora de las mil y una caras escondidas de una realidad que es siempre más
deslumbrante de lo que uno suponía. Por otro lado me parece que lo de la
literatura social es una redundancia porque toda literatura es social. Muchas
veces una buena novela de amor es más reveladora y ayuda más a la gente a saber
quién es, de dónde viene y a dónde puede llegar, que una mala novela de
huelgas. No comparto el criterio de una literatura política que además, en
general, es aburridísima.
Foto cortesia last.fm y texto de www.ciudadseva.com
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