Llevaba unos dos meses de embarazada, cuando una noche tuve un sueño hermoso. Soné con una mujer preciosa, de pelo negro tan o más negro que una noche sin luna; la piel más blanca que la leche y unos ojos dulces como la miel. Vestía un traje largo, color olas del mar y que se movía al vaivén del viento. Me dijo: "Mira, estás embarazada de una niña. Su nombre es Ovalinna, que significa que es un ser evolucionado”.
Al despertar, estaba feliz, recordé el sueño y supe que esa era la razón, pues ya tenía un varoncito de 5 años y mi mayor anhelo era tener una hembrita. Mi esposo no tenía predilección con el asunto del sexo. Una tía suya, que lo quería como su madre, ya tenía una lista de nombres para la criatura. Ella quería una niñita, pues no pudo tener hijos y su hermana había tenido, incluyendo al padre de mi niña, sólo varones. Ese día le dije a mi esposo:
—Lo siento, pero no podremos complacer a tu tía con el asunto del nombre de la niña.
—¿Por qué? ¿Y cómo sabes ya que es una niña? —preguntó él. Le conté el sueño:
—Es que mi ángel de la guarda que se me apareció y me dio el nombre. Ya sé que será una hembrita y su nombre será Ovalinna.
Luego lo modifiqué un poquito y cambié la a final por e.
Cuando tenía unos cinco meses de embarazo me hicieron mi primer sonograma y me confirmaron que esperaba ¡una niña!
Fue un embarazo normal. Adquirí unas 50 libras, pues me di a la manía de comer emparedados franceses de una tienda que vende café, emparedados y rosquillas de manteca. Los emparedados los preparan rellenos de jamón, queso y huevos. Me comía entre 3 y 4 de un tirón... Recuerdo un altercado que aconteció con mi hermanita Isabel, que en ese momento contaba con unos 17 años. Mi compañero estaba de viaje y no teníamos carro en la casa. Le pedí a mi hermana que fuera a la tienda a comprarme mis emparedados franceses rellenos de queso, jamón y huevo. Ese pan suavecito, calentito, era un manjar para mis sentidos y para los de Ovalinne, pues se ponía de lo más contenta, lo sabía por las pataditas de confirmación que recibía cuando degustaba yo estos alimentos.
Resulta que mandé a comprar tres croissant, pero Isabel se comió uno sin mi autorización. Yo estaba contando (me imagino que Ovalinne también) con los tres emparedados, y cuando vi que sólo habían dos, me puse furiosa, los tiré al piso, hice una rabieta y terminé llorando como una Magdalena... Al final no me comí los emparedados franceses...
Mi segundo pleito famoso, mientras llevaba a Ovalinne conmigo, fue con la doctora que me atendía. Había tenido a mi primer hijo en mi natal país, República Dominicana y había sido por cesárea.
Me daban los cuidados prenatales en la maternidad de Providence, Rhode Island, donde nacería mi niña. La doctorcita que me atendía quería que yo intentara pujar a mi hija. Llamé a mi doctor en Santo Domingo, un eminente ginecólogo-obstetra y además amigo de la familia, el cual me había asistido cuando nació mi primer hijo y le conté lo que pretendía la doctorcita aquí. Él me dijo:
—Esos gringos no saben nada, sólo saben manejar una computadora, no le firmes ningún documento y que te hagan cesárea, ya que tienes la pelvis muy estrecha y tu primer hijo pesó un poco más de 8 libras, tu segundo hijo será más grande y pueden poner en riesgo tu vida y la de tu hija.
Con este mandato me dirigí a la doctorcita y le dije:
—Yo no puedo pujar, mi hija nacerá por cesárea. —Ella empezó a explicarme los riesgos de una cesárea y los beneficios de un parto natural.
—No, mi hija no correrá ningún riesgo, no lo intentaré siquiera. —Ella se alteró, yo también. Al final aceptó mis argumentos y me hicieron firmar toneladas de documentos; no pude evitarlo. Si a la niña o a mí nos ocurría una desgracia yo eximía de toda culpa al hospital y al personal de salud. No sé si fue ella ave de mal agüero, lo cierto es que después de nacer la niña estuve tres días en cuidados intensivos, y por poco muero en el intento.
La doctorcita fijó la fecha de la cesárea ese mismo día, para el 21 de noviembre. Y estábamos apenas a 10, pero a Ovalinne le cogió con querer salir ese día. Me marché a la casa. Pasadas unas dos horas, comencé a sentir un dolorcito, que luego fue creciendo, creciendo y creciendo, hasta el punto de enviarme para la maternidad.
Al llegar al hospital llamaron a la doctorcita. Esta encontró la oportunidad que esperaba para vengarse de mí por el altercado que habíamos tenido en la mañana.
—Oh, fijamos tu cesárea para el 21 esta mañana ¿recuerdas”?
—Sí, pero me están pasando contracciones.
—No es nada, vete a la casa, no tienes centímetros considerables.
Me fui a la casa. Eso se repitió varias veces; mis pies ya conocían el camino al hospital solitos… Durante 11 días estuve padeciendo contracciones, a veces fuertes, pero siempre la misma negativa. Fue un calvario lo que viví hasta que llegó el ansiado día de la cesárea.
Mi esposo le tenía miedo a la sangre, y yo no lo sabía. Había firmado para que él estuviera presente en la cesárea. Ese día me acompañó al hospital junto a mi hermanita Isabel, la misma del pleito por el emparedado francés. Le dije a mi esposo con una voz suavecita y melosa:
—Honey, vendrás a la sala de cirugía conmigo, ¿verdad"? —Él me miró como a un bicho raro y me dijo:
—Yo me desmayo si veo sangre.
—¿Cómo? ¿Qué? Pero, yo creía..., yo pensaba… —balbuceé. Rápidamente Isabel acotó: ——Yo encantada voy contigo hermanita, para mí sería un placer ver nacer a mi sobrinita, ah, y no le tengo miedo a la sangre. —Triste suspiré.
—Habla con los médicos para ver si te pueden dejar entrar a ti.
Los médicos dijeron que no había ningún problema. Le buscaron un traje especial, guantes, máscara y gorro para cubrirse el pelo. Recuerdo a un doctor oriental sentado a mi derecha e Isabel a mi izquierda. El oriental era el anestesiólogo, y empezó a explicarme el procedimiento a seguir, lo que sentiría, etc. Me durmieron de la cintura hasta los pies; estaba medio despierta, y el oriental me hacía preguntas que apenas podía responder. Estaba medio dormida cuando Isabel exclamó:
—¡Ya la van a sacar! —Haciendo caso omiso de las instrucciones, se paró de la banqueta donde le habían indicado debía permanecer sentada. Se acercó para ver cómo sacaban a la Ovalinne del escondite donde había permanecido durante 9 largos meses y 11 dolorosos días para mí.
Al sacar a la niña, Isabel estaba tan emocionada que siguió a los médicos hasta un lugar en la misma habitación, donde se la entregaron a otro médico, el pediatra y este le dio una nalgada a la niña. Ella no gritaba. Repitieron el procedimiento y Ovalinne gritó con todas sus fuerzas esta palabra mágica:
—¡Mamaaaaaaaaa!
Los médicos, asombrados, empezaron a hablar unos con otros.
—¿Escucharon eso? La niña dijo Mamaaaaaaaa.
Esa frase murió en mi memoria; durante mucho tiempo pensé lo había soñado. Cuando la niña tenía dos meses nos mudamos de Providence para New York y la distancia y el tiempo me separaron de mi hermana, hasta hace un par de años cuando Isabel vino a acompañarnos en una cena de Acción de Gracias. Ovalinne tenía unos 14 años y ella le comentó:
—Muchachita habladora.
Ovalinne se ha caracterizado por hablar poco.
—¿Por qué dices eso? —pregunté a mi hermana y me dijo:
—¿No recuerdas que Ovalinne habló el día que nació?
—¿Cómo así? —me sorprendí.
—Ella te llamó, cuando le dieron la segunda nalgada, pues a la primera no gritó, y cuando le dieron la otra nalgada ella gritó: “Mamaaaaaaaaa”.
—¡Yo pensaba que había sido un sueño!
No, fue cierto, ocurrió, yo soy testigo de que esta niña habló al nacer.
Ovalinne cumplirá el próximo 21 de noviembre sus 16 abriles. Es una personita muy especial de quien me siento muy orgullosa. Ella es amada por todo aquel que la conoce; es una niña extremadamente sensible, dulce, cariñosa con los niños y los animales, a quienes ama de una forma avasalladora. Definitivamente ¡Ovalinne es un ser evolucionado!